viernes, 28 de junio de 2013

Camp Wa-Klo


 

Mamá siempre insistía en que los idiomas hay que aprenderlos antes de los doce años, si se quieren dominar sin acento y sin esfuerzo. Así que tomó la decisión de enviarme a muy corta edad a un campamento de verano en New Hampshire con el nombre indígena de Wa-Klo, para que aprendiera el ingles.  Nos enviaron una larguísima lista de uniforme, peroles y perolitos para pasar el verano en un sitio muy rural.  Pantalones cortos verdes y franelas blancas, sweatshirts (abrigos), zapatos de goma, penny loafers y saddle shoes (mocasines y zapatos blancos y negros), cantimplora, linterna, traje de baño y una bata blanca soñada, papel de carta, y pare usted de contar. Mamá se pasaba días marcando estos artículos con mi nombre, para que no se perdieran en la tintorería del camp. Fue así, de apenas siete años de edad, que llegué a bordo de un avionsito pequeño a la Norteamérica rural, una experiencia inolvidable. El sitio era enorme, poblado de hermosos arboles, con un inmenso y helado lago de nombre indígena que no recuerdo, con casitas de madera muy sencillas que servían de dormitorios para las niñas, una más grande que era el comedor, y otra llamada The Pill Box, la enfermería. La rutina era sencilla. Todas las mañanas, sonaba una trompeta para despertarnos, vestirnos rápidamente y alzar la bandera, luego venía el surtido desayuno para iniciar las miles de actividades diarias, natación, velerismo, canoas, manualidades, arco y flecha, etc, que nos mantenían muy ocupadas hasta llegar molidas a nuestras camitas de madera. La tristeza generada por la separación de mi familia duró poco ya que las compañeras y guías eran muy cariñosas, y efectivamente en menos de lo que canta un gallo, ya estaba hablando ingles. Salíamos de excursión los fines de semana, toda una aventura con fogata y marshmallows incluidos. En esos tiempos muy poca gente enviaba a sus hijos a campamentos de verano y mucho menos en el exterior y solos. Sin embargo mamá, siempre adelantada a su época, se atrevió a hacerlo, y el resultado fué agregar con facilidad el idioma ingles a mi cv.  Mis hijos también disfrutaron de campamentos gringos y allí aprendieron bien el idioma, y creo que este ha sido una herramienta imprescindible para desenvolverse en la competitiva vida moderna.

martes, 25 de junio de 2013

Hamaca o Chinchorro

En el patio trasero de mi casa estaba permanentemente colgada una comoda hamaca blanca con hermosos flequillos, que me servía de columpio adormecedor en mis dias tranquilos y de locoratón cuando me sentia alborotada. Más de un coscorrón recuerdo de tremendas caidas de esa hamaca, sobre todo cuando la convertía en un juguete de alta velocidad. En mis viajes al interior del pais con mis padres, me confundian los terminos de hamaca y chinchorro, los cuales oia dependiendo de la zona que visitabamos, no entendia bien la diferencia ya que para mi eran solo sacos para reposar, dormir o jugar. Ya adulta, si me di cuenta de que estan hechas de tejidos distintos y que cada región del pais tiene su estilo particular. Los chinchorros son más del sur, de las regiones selvaticas ya que son frescos y poco tupidos. Las hamacas se encuentran en Zulia, Lara y Nueva Esparta, al menos las que yo conozco, de un entrelazado más grueso, de colores o blancas. Ahora en casa tengo para todos los gustos, una hermosa hamaca margariteña bordada exquisitamente en la sala, y otra hamaca larense de cuadros multicolores para todo uso, en el estar. Hace unos dias estuve en Margarita buscando el modelo margariteño para Paula mi hija que vive en Alemania y que sueña con tener ese pedasito de su patria en la tierra germana. Despues de recorrer casi toda la isla, encontré una casita de tejedoras, con hermosisimas hamacas, las más bellas unicolores y blancas. Por un lado me sorprendi de lo dificil que fué encontrar esta artesania tan tipica de la isla, pero por el otro lado, me encantó poder comprarla en un sitio tan autoctono en la humilde tienda de la margariteña Mireya que la habia tejido con sus afanosas manos, y no conseguirla en un centro comercial. Por último le pregunté que porque, siendo las hamacas blancas las más lindas, tenia solo pocas, la mayoria eran multicolores con "Isla de Margarita" bordado, muy turistico para mi gusto, y su respuesta fué actualizada a los tiempos en que vivimos: "es que no se consigue hilo blanco!" Asi que sali feliz con la bella hamaca bajo el brazo, la cual pronto cruzará el mar Atlantico y estará colgada de paredes alemanas.

miércoles, 3 de abril de 2013

Mamamia


 

María Sánchez  se llamaba mi bisabuela materna, su nombre sencillo y su apellido criollo, pero sus nietos y bisnietos la conocíamos como Mamamia. Fué una mujer de temple, se casó con el médico Luis Vegas y  crió a siete hijos, muchos de ellos eminentes venezolanos, Luisa Amalia, Martin, Rafael y Armando. Los recuerdos de mi bisabuela remontan a los cuatro años de edad, cuando mis padres, en uno de sus largos viajes, me dejaron a cargo de mi abuela Mimi, que cuidaba a su mamá, Mamamia, que ya estaba muy viejita, cercana a los 94 años. Era una casa grande de varios pisos en la urbanización El Rosal, oscura y húmeda, llena de maderas que de noche crujían. Mamamia entraba sigilosamente a mi cuarto cada noche a contarme un cuento, eso recuerdo muy bien. Siempre he sido insomne y un buen relato se encargaba de adormecerme. Recuerdo también que me asustaba la muchacha de servicio porque tenía una larga cabellera que le llegaba casi a los talones y yo no entendía él porque nunca se había cortado el pelo. Mi bisabuela me trató de explicar que lo había hecho para pagar una promesa, difícil de entender para una niña pequeña. Un día Mamamia no regreso a mi cuarto a relatarme el acostumbrado cuento, y así pasaron varias noches. Yo, alarmada, le pregunté a mi abuela acerca de la abrupta desaparición de la bisabuela. “Ella se fué a un largo viaje” respondió , y yo me dediqué a esperar que regresara. Pasaron meses y años, y aun la esperaba. Ya más grandecita, me enteré que Mamamia había muerto de vieja, durante esa estadía tan memorable que tuve en casa de mi abuela materna. Por eso sé que el recuerdo más antiguo y nítido de mi infancia emanó de esta grata experiencia contando yo con cuatro años. Siempre recordaré a Mamamia como la guardiana de mis primeros sueños y la cuenta cuentos más fabulosa de mis primeros años.

domingo, 31 de marzo de 2013

Aquellas Pascuas


 

Tradicionalmente en Caracas el domingo de resurrección era celebrado por muchos con misa, seguido de un almuerzo en familia. Mis padres seguían más bien la tradición europea del conejo de pascua. Ese día era para los niños. La costumbre radicaba en buscar en el jardín, en cualquier rincón, bien sea detrás de una mata, debajo de una roca, sobre una baranda, entre las maderas de las sillas, y otros sitios donde mis padres se las ingeniaban en esconder, cientos de huevitos, gallinitas y conejos de chocolate. El premio mayor era el huevo gigante envuelto en papel de aluminio de colores vivos y coronado por un inmenso lazo. Encontrar este especial regalo era lo máximo ya que estaba relleno de cantidad de huevitos de diversos tamaños, es decir, te llevabas lo mejor del día. Recuerdo con emoción y sabiendo que esos tesoros estaban escondidos, salir corriendo junto a mis hermanos, al principio sin rumbo fijo, luego, ya trazándome un recorrido más organizado,  con las manos que se iban llenando de figuras multicolores  con olor a cacao. Luego contábamos, como en una competencia de quien tiene más,  el numero de huevos de pascua que cada uno había encontrado, para entonces proceder a comer y comer el rico chocolate, hasta salir con dolor de estomago, pero felices.

Con mis hijos seguí con esta tradición. Recuerdo que no era muy fácil conseguir huevos y conejos de pascua de chocolate en las panaderías de ese entonces. Por suerte había variedad en una confitería alemana llamada Frisco.  Allí tomaba una cesta de mimbre y la llenaba de bellezas para mis hijos. Ese domingo, guardaba a Sasha, nuestro golden retriever, que emocionado movía su hocico oliendo la dulzura que emanaba de mi cesta, y luego me paseaba por todo el jardín, al igual que habían hecho mis padres años antes, y escondía los huevitos por doquier. Los niños, al yo anunciarles que había llegado el conejo con sus regalos, salían contentos al mismo jardín que en mi niñez me había visto correr, y yo los observaba emocionada buscar los huevos de chocolate, recordando los bellos domingos de pascua de mi infancia.

lunes, 25 de marzo de 2013

Casa de Muñecas



Toda niña ha soñado alguna vez con tener una casa de muñecas. Es como jugar a ser un adulto pequeño, sin las responsabilidades. De pequeña tenía entre mis juguetes una hermosa casita, de varios pisos, cuartos, cocina, salones y baños donde estaban arreglados ordenadamente unos muebles miniaturas. Pero en realidad, lo que más ansiaba era una casa grande, donde yo pudiera entrar con mis muñecas y con mis amigas. Aun no sé por qué razón nunca la tuve. Aunque el espacio no era problema ya que mi casa tenía un jardín amplio lleno de arboles, creo que mis padres no me querían consentir demasiado. Una vez los escuché comentando que lo más probable que ese deseo muchas veces repetido, era un capricho mío, y que usaría la casita unos pocos meses,  luego la enviaría al olvido. Mi prima y mejor amiga de la infancia tenía la dicha de contar en el terreno de su casa, que para mí, era más bien un barranco, de una bella casa de madera blanca con dos habitaciones. Pasábamos allí horas jugando, entrando y saliendo de sueños infantiles.  A escasos metros sonaba un riachuelo que bajaba del cerro Avila, transmitiendo armonía y paz.  Primos malvados y mayores, cuando venían de visita, nos asustaban, a tal punto de nosotras soltar alaridos que espantaban al resto de la familia. Pero ese pánico era parte de la diversión.

Sigo creyendo que uno de los mejores juguetes de mi infancia fué esa casa de muñecas, que aunque ajena, se convirtió en mi diversión de muchos meses y años.  En eso mis padres no tuvieron la razón.  Es quizás por ello, que mis hijos si disfrutaron de una bella casita , con porche, dos pisos y un lindo techo de dos aguas.  Crecidos ellos, decidí demolerla, ya que se estaba pudriendo y ya no era casa para las muñecas sino guarida de animales de la noche, rabipelados, ratas y ratones.

martes, 12 de marzo de 2013

Mimi y las Mil y una Noches


 

Mi abuela materna se llamaba María Teresa, pero sus nietos la llamábamos Mimí, nombre que acuñó mi hermana mayor y que ni siquiera ella sabía de  donde había salido . Mi abuela siempre nos decía que  era muy “picaresco”.  Mis padres acostumbraban viajar constantemente al exterior motivados a compromisos laborales de papá, y Mimí se quedaba a cargo de mis hermanos y mi persona. Además de su bondad, entrega y cariño hacia nosotros, quizás lo que más recuerdo fueron sus cuentos. Cada noche se acercaba a mi cama a contarme relatos fantásticos que provenían de su imaginación, jamás se ayudó de un libro, ni de nada parecido. El cuento de Las Mil y una Noches fué el que más me gustó. Relataba mi abuela que en lejanas tierras árabes, existía un sultán muy poderoso, que cada noche pedía una nueva esposa y en la madrugada la mandaba a matar. Un día, le enviaron a la hija del visir, llamada Scherezade. Era una joven muy inteligente y no quería morir, así que ideó un plan. La primera noche con el sultán, empezó a relatarle un cuento maravilloso,  y al llegar el alba lo dejo inconcluso, prometiéndole a su marido finalizarlo la noche siguiente. Este cuento se fué alargando noche tras noche, hasta llegar a las mil y una noches. El sultán quedó tan fascinado ante la habilidad de Scherezade que decidió conmutarle  la pena viviendo feliz con ella para el resto de sus días. Entonces Mimí, me contaba noche tras noche un cuento inconcluso, hasta llegar a cientos de ellos, todos fantásticos, llenos de alfombras voladoras y de princesas rescatadas por hermosos y valerosos príncipes. Yo, como una esponjita absorbía estos relatos que provenían del imaginario de mi abuela, y mi mente se paseaba por los cielos estrellados del oriente.

domingo, 10 de marzo de 2013

35 verres de rhum

Ayer fui a ver con unas queridas primas una pelicula francesa llamada 35 copas de ron, en un espacio idilico llamado Los Galpones, donde proyectan todos los sábados peliculas al aire libre. La sensación es al principio extraña, acostumbrado uno al encierro de las salas de cine, con su aire acondicionado helado, las cotufas y el refresco. Este sitio es un oasis dentro de la alborotada ciudad. Colocamos nuestras sillas playeras cerca de la pantalla, que no era mas que la blanca pared de una de las salas de exposiciones, abrimos la cavita con pasapalos deliciosos, destapamos el buen vinito tinto, mientras esperabamos el inicio del film. Comenté con mis primas que esto era lo más cercano a sentirse en Central Park de Nueva York que había experimentado en Caracas. Relajada en mi silla Coleman, por ratos subía la vista al cielo despejado y aparecía una que otra estrella entre las ramas de una mata de mango llena de murcielagos, que a veces cruzaban la pantalla como una sombra negra voladora. La pelicula transmitió lo duro, triste y dificil de la vida de la banlieu o afueras de Paris, donde para llegar, los personajes tienen que tomar un tren acompañados de un paisaje gris, repetitivo,  las vias ferreas tragandose al ser humano. La pelicula contempla una bella relación entre un padre viudo y una hija adolescente que vive con él, pero  el ambiente que los rodea es monocromático, lúgubre, hasta fastidioso, sin mucho espacio para la diversión y la risa. Los personajes secundarios son figuras que reflejan la soledad de vivir allí. Vecinos, amigos, pero cada uno con su vida rutinaria, un ir y venir de sus aburridos trabajos y sin mucho porvenir. Cuando finalizó el film, me sentí muy afortunada de vivir en el trópico, y aunque Caracas tiene mil deficiencias y problemas, la influencia del sol, quizás, hace que la gente sea más feliz.