Mamá siempre
insistía en que los idiomas hay que aprenderlos antes de los doce años, si se
quieren dominar sin acento y sin esfuerzo. Así que tomó la decisión de enviarme
a muy corta edad a un campamento de verano en New Hampshire con el nombre
indígena de Wa-Klo, para que aprendiera el ingles. Nos enviaron una larguísima lista de
uniforme, peroles y perolitos para pasar el verano en un sitio muy rural. Pantalones cortos verdes y franelas blancas,
sweatshirts (abrigos), zapatos de goma, penny loafers y saddle shoes (mocasines
y zapatos blancos y negros), cantimplora, linterna, traje de baño y una bata
blanca soñada, papel de carta, y pare usted de contar. Mamá se pasaba días
marcando estos artículos con mi nombre, para que no se perdieran en la
tintorería del camp. Fue así, de apenas siete años de edad, que llegué a bordo
de un avionsito pequeño a la Norteamérica rural, una experiencia inolvidable.
El sitio era enorme, poblado de hermosos arboles, con un inmenso y helado lago
de nombre indígena que no recuerdo, con casitas de madera muy sencillas que
servían de dormitorios para las niñas, una más grande que era el comedor, y
otra llamada The Pill Box, la enfermería. La rutina era sencilla. Todas las
mañanas, sonaba una trompeta para despertarnos, vestirnos rápidamente y alzar
la bandera, luego venía el surtido desayuno para iniciar las miles de
actividades diarias, natación, velerismo, canoas, manualidades, arco y flecha,
etc, que nos mantenían muy ocupadas hasta llegar molidas a nuestras camitas de
madera. La tristeza generada por la separación de mi familia duró poco ya que
las compañeras y guías eran muy cariñosas, y efectivamente en menos de lo que
canta un gallo, ya estaba hablando ingles. Salíamos de excursión los fines de
semana, toda una aventura con fogata y marshmallows incluidos. En esos tiempos muy
poca gente enviaba a sus hijos a campamentos de verano y mucho menos en el
exterior y solos. Sin embargo mamá, siempre adelantada a su época, se atrevió a
hacerlo, y el resultado fué agregar con facilidad el idioma ingles a mi cv. Mis hijos también disfrutaron de campamentos
gringos y allí aprendieron bien el idioma, y creo que este ha sido una
herramienta imprescindible para desenvolverse en la competitiva vida moderna.
Los Relatos de Noelle
viernes, 28 de junio de 2013
martes, 25 de junio de 2013
Hamaca o Chinchorro
En el patio trasero de mi casa estaba permanentemente colgada una comoda hamaca blanca con hermosos flequillos, que me servía de columpio adormecedor en mis dias tranquilos y de locoratón cuando me sentia alborotada. Más de un coscorrón recuerdo de tremendas caidas de esa hamaca, sobre todo cuando la convertía en un juguete de alta velocidad. En mis viajes al interior del pais con mis padres, me confundian los terminos de hamaca y chinchorro, los cuales oia dependiendo de la zona que visitabamos, no entendia bien la diferencia ya que para mi eran solo sacos para reposar, dormir o jugar. Ya adulta, si me di cuenta de que estan hechas de tejidos distintos y que cada región del pais tiene su estilo particular. Los chinchorros son más del sur, de las regiones selvaticas ya que son frescos y poco tupidos. Las hamacas se encuentran en Zulia, Lara y Nueva Esparta, al menos las que yo conozco, de un entrelazado más grueso, de colores o blancas. Ahora en casa tengo para todos los gustos, una hermosa hamaca margariteña bordada exquisitamente en la sala, y otra hamaca larense de cuadros multicolores para todo uso, en el estar. Hace unos dias estuve en Margarita buscando el modelo margariteño para Paula mi hija que vive en Alemania y que sueña con tener ese pedasito de su patria en la tierra germana. Despues de recorrer casi toda la isla, encontré una casita de tejedoras, con hermosisimas hamacas, las más bellas unicolores y blancas. Por un lado me sorprendi de lo dificil que fué encontrar esta artesania tan tipica de la isla, pero por el otro lado, me encantó poder comprarla en un sitio tan autoctono en la humilde tienda de la margariteña Mireya que la habia tejido con sus afanosas manos, y no conseguirla en un centro comercial. Por último le pregunté que porque, siendo las hamacas blancas las más lindas, tenia solo pocas, la mayoria eran multicolores con "Isla de Margarita" bordado, muy turistico para mi gusto, y su respuesta fué actualizada a los tiempos en que vivimos: "es que no se consigue hilo blanco!" Asi que sali feliz con la bella hamaca bajo el brazo, la cual pronto cruzará el mar Atlantico y estará colgada de paredes alemanas.
miércoles, 3 de abril de 2013
Mamamia
María
Sánchez se llamaba mi bisabuela materna,
su nombre sencillo y su apellido criollo, pero sus nietos y bisnietos la
conocíamos como Mamamia. Fué una mujer de temple, se casó con el médico Luis
Vegas y crió a siete hijos, muchos de
ellos eminentes venezolanos, Luisa Amalia, Martin, Rafael y Armando. Los
recuerdos de mi bisabuela remontan a los cuatro años de edad, cuando mis padres, en uno
de sus largos viajes, me dejaron a cargo de mi abuela Mimi, que cuidaba a su mamá,
Mamamia, que ya estaba muy viejita, cercana a los 94 años. Era una casa grande
de varios pisos en la urbanización El Rosal, oscura y húmeda, llena de maderas
que de noche crujían. Mamamia entraba sigilosamente a mi cuarto cada noche a
contarme un cuento, eso recuerdo muy bien. Siempre he sido insomne y un buen
relato se encargaba de adormecerme. Recuerdo también que me asustaba la
muchacha de servicio porque tenía una larga cabellera que le llegaba casi a los
talones y yo no entendía él porque nunca se había cortado el pelo. Mi bisabuela
me trató de explicar que lo había hecho para pagar una promesa, difícil de
entender para una niña pequeña. Un día Mamamia no regreso a mi cuarto a relatarme el acostumbrado
cuento, y así pasaron varias noches. Yo, alarmada, le pregunté a mi abuela
acerca de la abrupta desaparición de la bisabuela. “Ella se fué a un largo
viaje” respondió , y yo me dediqué a esperar que regresara. Pasaron
meses y años, y aun la esperaba. Ya más grandecita, me enteré que Mamamia había
muerto de vieja, durante esa estadía tan memorable que tuve en casa de mi abuela
materna. Por eso sé que el recuerdo más antiguo y nítido de mi infancia emanó de
esta grata experiencia contando yo con cuatro años. Siempre recordaré a Mamamia
como la guardiana de mis primeros sueños y la cuenta cuentos más fabulosa de mis primeros años.
domingo, 31 de marzo de 2013
Aquellas Pascuas
Tradicionalmente
en Caracas el domingo de resurrección era celebrado por muchos con misa,
seguido de un almuerzo en familia. Mis padres seguían más bien la tradición europea
del conejo de pascua. Ese día era para los niños. La costumbre radicaba en buscar
en el jardín, en cualquier rincón, bien sea detrás de una mata, debajo de una
roca, sobre una baranda, entre las maderas de las sillas, y otros sitios donde
mis padres se las ingeniaban en esconder, cientos de huevitos, gallinitas y
conejos de chocolate. El premio mayor era el huevo gigante envuelto en papel de
aluminio de colores vivos y coronado por un inmenso lazo. Encontrar este
especial regalo era lo máximo ya que estaba relleno de cantidad de huevitos de
diversos tamaños, es decir, te llevabas lo mejor del día. Recuerdo con emoción
y sabiendo que esos tesoros estaban escondidos, salir corriendo junto a mis
hermanos, al principio sin rumbo fijo, luego, ya trazándome un recorrido más
organizado, con las manos que se iban llenando
de figuras multicolores con olor a
cacao. Luego contábamos, como en una competencia de quien tiene más, el numero de huevos de pascua que cada uno
había encontrado, para entonces proceder a comer y comer el rico chocolate, hasta
salir con dolor de estomago, pero felices.
Con mis
hijos seguí con esta tradición. Recuerdo que no era muy fácil conseguir huevos
y conejos de pascua de chocolate en las panaderías de ese entonces. Por suerte
había variedad en una confitería alemana llamada Frisco. Allí tomaba una cesta de mimbre y la llenaba
de bellezas para mis hijos. Ese domingo, guardaba a Sasha, nuestro golden
retriever, que emocionado movía su hocico oliendo la dulzura que emanaba de mi
cesta, y luego me paseaba por todo el jardín, al igual que habían hecho mis
padres años antes, y escondía los huevitos por doquier. Los niños, al yo
anunciarles que había llegado el conejo con sus regalos, salían contentos al
mismo jardín que en mi niñez me había visto correr, y yo los observaba
emocionada buscar los huevos de chocolate, recordando los bellos domingos de
pascua de mi infancia.
lunes, 25 de marzo de 2013
Casa de Muñecas
Toda niña ha
soñado alguna vez con tener una casa de muñecas. Es como jugar a ser un adulto
pequeño, sin las responsabilidades. De pequeña tenía entre mis juguetes una
hermosa casita, de varios pisos, cuartos, cocina, salones y baños donde estaban
arreglados ordenadamente unos muebles miniaturas. Pero en realidad, lo que más
ansiaba era una casa grande, donde yo pudiera entrar con mis muñecas y con mis
amigas. Aun no sé por qué razón nunca la tuve. Aunque el espacio no era
problema ya que mi casa tenía un jardín amplio lleno de arboles, creo que mis
padres no me querían consentir demasiado. Una vez los escuché comentando que lo
más probable que ese deseo muchas veces repetido, era un capricho mío, y que
usaría la casita unos pocos meses, luego
la enviaría al olvido. Mi prima y mejor amiga de la infancia tenía la dicha de
contar en el terreno de su casa, que para mí, era más bien un barranco, de una
bella casa de madera blanca con dos habitaciones. Pasábamos allí horas jugando,
entrando y saliendo de sueños infantiles. A escasos metros sonaba un riachuelo que
bajaba del cerro Avila, transmitiendo armonía y paz. Primos malvados y mayores, cuando venían de
visita, nos asustaban, a tal punto de nosotras soltar alaridos que espantaban
al resto de la familia. Pero ese pánico era parte de la diversión.
Sigo
creyendo que uno de los mejores juguetes de mi infancia fué esa casa de
muñecas, que aunque ajena, se convirtió en mi diversión de muchos meses y años.
En eso mis padres no tuvieron la razón. Es quizás por ello, que mis hijos si
disfrutaron de una bella casita , con porche, dos pisos y un lindo techo de dos
aguas. Crecidos ellos, decidí demolerla,
ya que se estaba pudriendo y ya no era casa para las muñecas sino guarida de
animales de la noche, rabipelados, ratas y ratones.
martes, 12 de marzo de 2013
Mimi y las Mil y una Noches
Mi abuela
materna se llamaba María Teresa, pero sus nietos la llamábamos Mimí, nombre
que acuñó mi hermana mayor y que ni siquiera ella sabía de donde había salido . Mi abuela siempre nos decía que era muy “picaresco”. Mis padres acostumbraban viajar
constantemente al exterior motivados a compromisos laborales de papá, y Mimí se
quedaba a cargo de mis hermanos y mi persona. Además de su bondad, entrega y
cariño hacia nosotros, quizás lo que más recuerdo fueron sus cuentos. Cada noche
se acercaba a mi cama a contarme relatos fantásticos que provenían de su imaginación,
jamás se ayudó de un libro, ni de nada parecido. El cuento de Las Mil y una
Noches fué el que más me gustó. Relataba mi abuela que en lejanas tierras árabes,
existía un sultán muy poderoso, que cada noche pedía una nueva esposa y en la
madrugada la mandaba a matar. Un día, le enviaron a la hija del visir, llamada
Scherezade. Era una joven muy inteligente y no quería morir, así que ideó un
plan. La primera noche con el sultán, empezó a relatarle un cuento maravilloso,
y al llegar el alba lo dejo inconcluso, prometiéndole
a su marido finalizarlo la noche siguiente. Este cuento se fué alargando noche
tras noche, hasta llegar a las mil y una noches. El sultán quedó tan fascinado ante la habilidad de Scherezade que decidió conmutarle la pena viviendo feliz con ella para el resto
de sus días. Entonces Mimí, me contaba noche tras noche un cuento inconcluso,
hasta llegar a cientos de ellos, todos fantásticos, llenos de alfombras
voladoras y de princesas rescatadas por hermosos y valerosos príncipes. Yo, como una
esponjita absorbía estos relatos que provenían del imaginario de mi abuela, y
mi mente se paseaba por los cielos estrellados del oriente.
domingo, 10 de marzo de 2013
35 verres de rhum
Ayer fui a ver con unas queridas primas una pelicula francesa llamada 35 copas de ron, en un espacio idilico llamado Los Galpones, donde proyectan todos los sábados peliculas al aire libre. La sensación es al principio extraña, acostumbrado uno al encierro de las salas de cine, con su aire acondicionado helado, las cotufas y el refresco. Este sitio es un oasis dentro de la alborotada ciudad. Colocamos nuestras sillas playeras cerca de la pantalla, que no era mas que la blanca pared de una de las salas de exposiciones, abrimos la cavita con pasapalos deliciosos, destapamos el buen vinito tinto, mientras esperabamos el inicio del film. Comenté con mis primas que esto era lo más cercano a sentirse en Central Park de Nueva York que había experimentado en Caracas. Relajada en mi silla Coleman, por ratos subía la vista al cielo despejado y aparecía una que otra estrella entre las ramas de una mata de mango llena de murcielagos, que a veces cruzaban la pantalla como una sombra negra voladora. La pelicula transmitió lo duro, triste y dificil de la vida de la banlieu o afueras de Paris, donde para llegar, los personajes tienen que tomar un tren acompañados de un paisaje gris, repetitivo, las vias ferreas tragandose al ser humano. La pelicula contempla una bella relación entre un padre viudo y una hija adolescente que vive con él, pero el ambiente que los rodea es monocromático, lúgubre, hasta fastidioso, sin mucho espacio para la diversión y la risa. Los personajes secundarios son figuras que reflejan la soledad de vivir allí. Vecinos, amigos, pero cada uno con su vida rutinaria, un ir y venir de sus aburridos trabajos y sin mucho porvenir. Cuando finalizó el film, me sentí muy afortunada de vivir en el trópico, y aunque Caracas tiene mil deficiencias y problemas, la influencia del sol, quizás, hace que la gente sea más feliz.
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