Mi abuela
materna se llamaba María Teresa, pero sus nietos la llamábamos Mimí, nombre
que acuñó mi hermana mayor y que ni siquiera ella sabía de donde había salido . Mi abuela siempre nos decía que era muy “picaresco”. Mis padres acostumbraban viajar
constantemente al exterior motivados a compromisos laborales de papá, y Mimí se
quedaba a cargo de mis hermanos y mi persona. Además de su bondad, entrega y
cariño hacia nosotros, quizás lo que más recuerdo fueron sus cuentos. Cada noche
se acercaba a mi cama a contarme relatos fantásticos que provenían de su imaginación,
jamás se ayudó de un libro, ni de nada parecido. El cuento de Las Mil y una
Noches fué el que más me gustó. Relataba mi abuela que en lejanas tierras árabes,
existía un sultán muy poderoso, que cada noche pedía una nueva esposa y en la
madrugada la mandaba a matar. Un día, le enviaron a la hija del visir, llamada
Scherezade. Era una joven muy inteligente y no quería morir, así que ideó un
plan. La primera noche con el sultán, empezó a relatarle un cuento maravilloso,
y al llegar el alba lo dejo inconcluso, prometiéndole
a su marido finalizarlo la noche siguiente. Este cuento se fué alargando noche
tras noche, hasta llegar a las mil y una noches. El sultán quedó tan fascinado ante la habilidad de Scherezade que decidió conmutarle la pena viviendo feliz con ella para el resto
de sus días. Entonces Mimí, me contaba noche tras noche un cuento inconcluso,
hasta llegar a cientos de ellos, todos fantásticos, llenos de alfombras
voladoras y de princesas rescatadas por hermosos y valerosos príncipes. Yo, como una
esponjita absorbía estos relatos que provenían del imaginario de mi abuela, y
mi mente se paseaba por los cielos estrellados del oriente.
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