Todos los años, en época seca, lo que llamamos
verano, el árbol de mamón de casa se cargaba de frutos verdes, que crecían en
racimos, y luego iban cayendo al suelo, ya maduritos. Como la concha era algo frágil,
al chocar con el piso se rompían con facilidad, por lo que era mejor subirse al
techo para recoger estos deliciosos frutos. Recuerdo de niña como me encantaba
chuparme un mamón. La fruta era redonda de unos 2 centímetros de diámetro, se abría
primero la verde concha con los dientes, oyéndose un sonido muy distintivo,
algo así como romper la cascara de una nuez. Aparecía una aterciopelada pulpa
color salmón, muy dulce, que se derretía en la boca, quedando luego solo la
pepa o semilla blancuzca, que con fuerza escupías, para así empezar con el próximo
fruto. Había que tener en extremo cuidado de que su jugo no cayera en la ropa
porque la manchaba de marrón y esto no se quitaba ni con jabón azul. Si soplaba
una brisa o llovía, caían sobre el techo cientos de mamones, y aquel ruido parecía
un bombardeo de meteoritos. Mucha gente comentaba acerca del sexo del árbol,
que si era macho, que si era hembra, pero la verdad es que se trataba de un árbol
hermafrodita, es decir, tenia flores femeninas y masculinas, y a veces de ambos
sexos. Lo que me encanta es su nombre científico, Melicoccus bijugatus. Solo he
visto y saboreado mamones en esta tierra, y por ello pienso que estamos
bendecidos por poseer frutas tan maravillosas y extrañas al mismo tiempo.
Irreproducibles, a mi entender.
No hay comentarios:
Publicar un comentario